Por un ecologismo sin agresiones
A
pesar de ser un patrimonio cultural de todos los seres humanos, lo que se
demuestra en su exposición abierta en las instituciones públicas, las obras de
arte han ido sufriendo ataques con mayor o menor incidencia desde hace ya
bastante tiempo. Pero lo que estamos viviendo ahora, en las últimas de semanas,
es una serie de agresiones aparentemente conectadas internacionalmente
reclamando a los poderes intervenciones intensas y urgentes para contener el
proceso de cambio climático del planeta, cada vez más acelerado.
Probablemente,
la obra museística que más agresiones ha sufrido ha sido La Gioconda, situada
en el Museo del Louvre en París, y que el pasado 25 de mayo fue atacada por un
hombre con problemas mentales que lanzó sobre la pieza una tarta.
Afortunadamente, las cuidadosas medidas de protección de la obra impidieron que
sufriera daño alguno. Sin embargo, aquel acontecimiento tuvo un intenso eco
mediático, y es posible que sirviera para establecer una pauta de actuación
para las actuales intervenciones agresivas de grupos ecologistas.
Considero
profundamente contradictoria esa pauta con los objetivos del cuidado ecologista
del planeta, algo absolutamente necesario, y que debe ser plenamente compartido
por todos. Se trata de una actitud contradictoria porque el ecologismo bien
entendido también implica el cuidado del patrimonio cultural, y además porque
las posiciones ecologistas han sido en general plenamente asumidas en todos los
ámbitos de las actividades culturales, y lógicamente también en el de las artes
visuales, objetivo central de las agresiones actuales.
¿Por
qué esa contradicción no ha sido tenida en cuenta por los grupos agresores...?
Pienso que la razón es clara: lo que buscan con sus ataques a obras de arte
expuestas públicamente es lograr un eco
mediático intenso de sus reclamaciones, que así se convierte en el objetivo
central de sus acciones, desplazando la contradicción de las mismas con los
fines que demandan.
Si
vamos al fondo de la cuestión, parece evidente que nos situamos en esa
situación de predominio generalizado de las imágenes mediáticas en el mundo en
el que hoy vivimos, algo que ya fue señalado en profundidad y de forma pionera
por el pensador Guy Debord en su libro, de 1967, La sociedad del espectáculo, que se convirtió en un eje de
referencia para la revuelta del mayo francés en mayo de 1968.
En el primer párrafo de su libro, Debord caracteriza el conjunto de la vida en las sociedades modernas de masas como una inmensa acumulación de espectáculos: "La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones modernas de producción se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era directamente vivido se ha alejado en una representación." Y, efectivamente, ya entonces todo se había convertido en escenificación en el ámbito público de la vida.
Es obvio que ese proceso no ha hecho sino intensificarse en las décadas que hemos ido viviendo desde entonces con la proliferación de nuevos y distintos soportes mediáticos de comunicación, de un modo especial con las llamadas redes sociales, que yo prefiero denominar redes digitales, un término que me parece mucho más preciso, porque en las mismas todo lo que se comparte está ocultamente intervenido por agentes y factores no explícitos de control. Lo que con ellos se sitúa como objetivo principal es la repetición y la extensión sin límites de los mensajes y la información transmitidos, dejando en segundo plano su cercanía o alejamiento de la verdad, así como las implicaciones éticas, morales, de todo lo que se transmite en las redes digitales.
Son todas estas, cuestiones que he abordado en profundidad en mi libro Crítica del mundo imagen (2019), en el que despliego un análisis de los diversos elementos y situaciones que nos han llevado a una experiencia vital en la que, con distintos matices culturales aunque progresivamente cada vez más homogénea, nos han conducido a un mundo que vivimos no tanto como un conjunto diverso de experiencias con la naturaleza y los demás seres humanos sino como una imagen global, que nos rodea, y en la que si no somos capaces de introducirnos nos quedamos fuera del mundo, sin existencia.
Pienso que todos estos factores son decisivos en las agresiones que los grupos ecologistas han ido desarrollando, tan contradictorias con sus planteamientos, y a los que hay que demandar que comprendan en profundidad las situaciones que vivimos y que renuncien plena y definitivamente a sus agresiones.
La vía para llegar a ello es comprender dónde se sitúan con las mismas, en esa búsqueda del eco mediático que nos lleva a un plano meramente superficial de la imagen. Frente al carácter repetitivo y publicístico, las acciones que buscan libertad y emancipación deben tener como fundamento la interrogación crítica, prioritariamente filosófica y artística, como instrumento de análisis, comprensión, y retención en la memoria.
Y
esto nos lleva a la necesidad de diferenciar críticamente las imágenes, en cuyo
ámbito global vivimos, pero que sin embargo no son homogéneas. Para ello, es
decisiva la comprensión de la necesidad de introducir distancia ante la imagen, ante todo tipo de imágenes, para
propiciar la abstracción, el pensamiento, y con ello el juicio crítico y la posibilidad de
valorar la imagen en términos de singularidad
y permanencia (esas son las imágenes
que transmiten verdad), y no de mera repetición y fugacidad (imágenes de la apariencia).
La propuesta de Kant: sapere aude, atrévete a saber, está hoy más vigente
que nunca. Reformulada, eso sí, en los términos que requiere la crítica del mundo imagen: sapere aude = diferencia la imagen.
No
más agresiones, bajo enunciados pretendidamente ecologistas, de las obras del
patrimonio cultural de la humanidad. Las imágenes que llevan verdad nos dan
vida y memoria, no pueden ser nunca objeto de agresión.
*
Publicado en EL CULTURAL: - Edición online:
https://www.elespanol.com/el-cultural/arte/20221106/ecologismo-sin-agresiones/716548340_12.html
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