Inmateriales
Juego de máscaras
En París, el Jeu de Paume presenta hasta el 25 de septiembre una magnífica exposición de Claude Cahun (1894-1954), que posteriormente viajará a La Virreina, en Barcelona, y al Art Institute, en Chicago. Olvidada durante décadas, la reivindicación de Claude Cahun, se ha ido haciendo cada vez más intensa desde su recuperación inicial en la segunda mitad de los años ochenta. Aunque ella misma se consideraba surrealista y mantuvo una importante relación con André Breton y otros miembros del grupo, seguramente el hecho de ser mujer contribuyó no poco a que quedara en una situación marginal dentro de un movimiento impulsado por dominantes personalidades masculinas, que exaltaban a la mujer como objeto ideal del deseo, o como compañera, pero no tanto como sujeto o protagonista.
Los comisarios de la exposición: Juan Vicente Aliaga y François Leperlier, este último una de las personas que con sus investigaciones y escritos más han aportado al reconocimiento actual de Cahun, han realizado un espléndido trabajo que permite una aproximación integral a su obra. Fotógrafa, pero también escritora, Lucy Schwob, sobrina del gran Marcel Schwob, el autor de Vidas imaginarias (1896), adoptó hacia 1917 el pseudónimo de Claude Cahun. Un nombre que en francés puede designar tanto a un varón como a una mujer, y que por ello expresa bastante bien el signo de sus propuestas. Como ella misma escribió: “¿Masculino? ¿Femenino? Depende de los casos. El único género que siempre me conviene es neutro.”
Claude Cahun: Autorretrato (1929).
Gelatina de plata, 14 x 9 cm.
Musée d'Art Moderne de la Ville de Paris.
Las fotografías de Claude Cahun, en blanco y negro, y habitualmente en pequeño formato, implican en todos los casos una escenificación, una especie de juego teatral. Tanto en sus sugestivos autorretratos, en los que la representación de la identidad oscila entre lo femenino y lo masculino, o se disemina en el desdoblamiento, como en sus fotografías de objetos, de elementos naturales, o de pequeños y extraños muñecos, en los que en todos los casos predomina lo insólito. Justamente en ese juego radica el gran interés de su trabajo: en lugar de utilizar la fotografía, según es habitual, como una vía de confirmación de lo que llamamos “realidad”, Cahun lo hace para cuestionarla, para subvertirla. Sus puntos de apoyo, estamos en el marco del surrealismo, son la imaginación, el sueño. “¿Qué desmentidos”, se pregunta, “aporta el sueño a la mentirosa realidad?”
Se desvelan así, a través de su obra, dos aspectos de gran importancia. Por un lado, lo que llamamos “realidad” es el resultado de un proceso de construcción simbólica, cultural. Pero, por otro, la fotografía misma no es nunca neutral, plenamente objetiva, sino que ella misma entraña siempre un corte, una selección de la mirada, una elaboración de la imagen y la representación. No cabe duda de que Claude Cahun anticipa no pocos planteamientos posteriores de la fotografía como dramatización, de Cindy Sherman a Thomas Ruff, por ejemplo.
Claude Cahun: Autorretrato (hacia 1929).
Gelatina de plata, 24 x 19 cm.
Collection Neuflize Vie.
Si importante es su trabajo fotográfico, no lo es menos su escritura. Sobre todo, el libro absolutamente distinto, inclasificable: Confesiones mal avenidas, que publica en 1930, ilustrado con diez fotomontajes realizados por ella misma y por Moore, pseudónimo de quien fue su compañera, Suzanne Malherbe. Integrado por textos autobiográficos, distorsionados por claves y referencias imaginarias, poemas y relatos de sueños, Confesiones mal avenidas es también una puesta en escena, en este caso textual, en la que Claude Cahun invoca una y otra vez las figuras del Andrógino o de Narciso. En el libro se puede rastrear lo que busca y persigue, una idea de la realización personal como desdoblamiento, como proyección del yo en el otro. “¿Puede morir marchitado”, escribe, “ese Narciso en quien el amor de sí se realiza en un egoísmo de dos, de varios, de todos, en la orgía universal?”
Lúcida hasta el límite, Claude Cahun nos conduce, a través de sus fotografías y de su escritura, a la percepción de los estratos superpuestos, la proyección y el desdoblamiento, que integran el yo, la identidad. Una dimensión que, en el espacio del arte, había abierto también, antes que ella, Marcel Duchamp con su desdoblamiento femenino como Rrose Sélavy. Lo que llamamos yo brota del espejo de las aguas de la vida, es siempre un juego de máscaras.
PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/), nº 1007, 23 de julio de 2011, p. 26.