Inmateriales
EL FOTÓGRAFO DE LAS SOMBRAS
José Jiménez
André Kestész (1894-1985), una de las personalidades más relevantes de la historia de la fotografía, es conocido sobre todo como el creador de las distorsiones, representaciones metamórficas de cuerpos y objetos que rompen la ilusión realista de la figura. Pero esas imágenes de gran fuerza sugestiva, fruto de la confrontación de la cámara con la réplica deformante del espejo, son sólo una pequeña parte de su densa trayectoria creativa. En París, el Jeu de Paume dedica una magnífica exposición retrospectiva a reconstruir del modo más preciso posible esa trayectoria, en su mayor parte con positivos y documentos originales, de este gran creador de imágenes, a quien Henri Cartier-Bresson consideraba uno de sus maestros.
Desde sus inicios, Kertész concibe la fotografía como una especie de cuaderno de notas. Lejos del pictorialismo dominante, sus temas de interés son lo más próximo, su círculo de relaciones, poniendo ya de manifiesto lo que constituirá una constante de su obra: la fotografía es y seguirá siendo para él la expresión de sentimientos. La aparición en 1928, en París, de la revista VU, que buscaba completar los repertorios de agencia con una fotografía personal, le permite convertirse en uno de los pioneros del reportaje fotográfico. En los años treinta produce tres libros: Niños (1933), París visto por André Kertész (1934) y Nuestros amigos los animales (1936) que abren toda una vía de desarrollo de la fotografía como punto de vista personal, como mirada subjetiva.
Sus inicios en América son de una gran dificultad: sus reticencias respecto a la fotografía de moda, el rechazo de sus reportajes que supuestamente "hablarían demasiado" por la revista Life y la incomprensión de sus distorsiones le llevan a la depresión. En 1947 se ve forzado a aceptar un contrato con la revista Casa y Jardín, para asegurarse una fuente de ingresos. Cuando en 1952 se instala en un apartamento que domina Washington Square reorienta su trabajo, utilizando teleobjetivos y zooms para captar todo lo que pasa bajo sus ojos en la plaza y sus alrededores. El reconocimiento de la importancia de su obra no llegaría sino hasta los años sesenta: en 1962 tiene lugar en la Universidad de Long Island su primera exposición retrospectiva y en 1964 el MoMA le dedica una gran exposición personal. Ya en 1977, el Centro Pompidou le dedicó también otra retrospectiva.
Kertész fue siempre un creador aparte, un solitario, que incluso en la época heroica de las vanguardias, mantuvo celosamente su independencia, por ejemplo respecto al Surrealismo. En la exposición puede verse cómo a lo largo de toda su trayectoria cuida hasta el extremo los efectos de encuadre, vaciando la imagen fotográfica de elementos reiterativos, utilizando de forma alusiva la ausencia como forma de representación. Ese efecto de encuadre lleva, por ejemplo, a eliminar la mayor parte de su propia figura para dejar tan sólo su mano sobre el hombro y el perfil recortado de su mujer en Élisabeth y yo (1933). El cuerpo humano: fragmentado, deformado, siempre en movimiento es en todo momento objeto de su atención.
Desde la hermosísima figura del nadador (1917), pasando por sus autorretratos, sus visiones de París y de Nueva York, o las chimeneas de esta ciudad que adquieren un aspecto casi fantasmal, Kertész juega con las sombras, a veces presentes únicamente como proyección de objetos y figuras que no tienen otra forma de presencia en la imagen. En una situación como la actual, en la que la fotografía se ha acabado convirtiendo en un elemento cada vez más dócil, al servicio del espectáculo, la moda y el glamour, las imágenes introspectivas de André Kertész nos la devuelven como vía de conocimiento. Como una forma de protesta silenciosa ante el ruido banal de la sociedad de masas. Como una mirada melancólica que encuentra en las sombras y en las ausencias el reflejo de la soledad del yo, perdido en una multitud que lo ignora y acecha.
PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/), nº 966, 9 de octubre de 2010, p. 28.
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