domingo, 23 de diciembre de 2012

El joven Van Dyck


Inmateriales

Vida en las imágenes

 
La mirada que destella desde el rostro que gira hacia la nuestra que mira el cuadro, esa mirada del entonces adolescente Anton van Dyck, mirada a la vez inquisitiva y afirmativa, como si proclamase: «¿Te das cuenta…? ¡Aquí estoy YO!», es la mejor síntesis de la exposición realmente extraordinaria que el Museo del Prado dedica al joven Van Dyck. Entre 1615 y 1621, año en el que se va desde su Amberes natal a Italia, Anton van Dyck (1599-1641) había pintado ya unos 160 cuadros. Centrada en ese periodo, la muestra reúne 52 pinturas y 40 dibujos, de una calidad extraordinaria. Me parece importante llamar la atención sobre este aspecto, que considero uno de los grandes aciertos de la exposición: presentar los estudios y dibujos junto a las pinturas permite seguir el proceso de elaboración de la obra, desde su idea e invención hasta el resultado final en el cuadro. Se puede así apreciar, en una intensa "lección" práctica, el papel asignado al dibujo, en italiano disegno: a la vez, designio mental y plasmación formal, como núcleo de la obra en la teoría clásica de la pintura.
 
Anton van Dyck: Autorretrato (hacia 1615).
Óleo s. tabla, 43 x 32,5 cm. Gemäldegalerie der Akademie der bildenen Künste, Viena.
 
Los comisarios: Alejandro Vergara y Friso Lammertse, han conseguido dar forma en las salas del Museo a un auténtico viaje en el tiempo, pleno de aliento vital, estructurado cronológicamente en cinco secciones. Temáticamente, las obras se encuadran en tres grandes géneros: pintura religiosa, mitológica y retratos, y en la circularidad de esos tres ejes estéticos, en el modo cómo los motivos religiosos o mitológicos nos remiten a los hombres y mujeres de la activa burguesía flamenca que aparecen en los retratos, comprendemos los anhelos y deseos de aquel mundo a la vez tan próximo y lejano. Lejano en la medida en que lo religioso y lo mitológico en esas representaciones tienen para nosotros, hoy, un aroma de algo distante, para los más jóvenes quizás incluso desconocido. Pero la proximidad brota de lo que podríamos llamar "la encarnación humana": las figuras de Cristo o los santos, o las de los personajes mitológicos, elaboradas a partir de modelos reales, son tan semejantes a nosotros como las de las personas concretas de los retratos.
 
Anton van Dyck: Cornelis van der Geest (hacia 1620).
Óleo s. tabla, 37,5 x 32,5 cm. The National Gallery, Londres.
 
La relación del joven Van Dyck con su maestro Rubens, en cuyo taller trabajó, como uno de sus ayudantes más destacados, durante los años de los que se ocupa la muestra es otro aspecto de gran interés. En ese juego de espejos, en ese contraste "maestro/discípulo", podemos apreciar no sólo la precocidad asombrosa de Van Dyck, sino también la cuestión decisiva de cómo ya en ese momento, en la primera mitad del siglo XVII, los pintores habían alcanzado un altísimo grado de prestigio y reconocimiento social. La pintura fijaba en el tiempo, a través de la imagen, tanto los anhelos y creencias de aquellas comunidades humanas, como su voluntad individual de ser identificados, diferenciados, y de permanecer en el recuerdo. Recorriendo los dibujos y pinturas,  mi imaginación trazaba una especie de arco ideal que va desde el Autorretrato ya mencionado hasta el retrato, también de pequeño formato, del comerciante de especias Cornelis van der Geest (hacia 1619-1620), en cuyos ojos palpita húmedo el líquido coloidal conocido como "humor vítreo", toda una proeza pictórica.
 
Anton van Dyck: Sansón y Dalila (hacia 1618-1620).
Óleo s. lienzo, 152.3 x 232 cm. Dulwich Picture Gallery, Londres.
 
Ernst Bloch, el gran filósofo de la utopía, se preguntaba cuál sería el carácter de Ludwig van Beethoven antes de ser "Beethoven", esto es, antes de llegar a ser esa cima tan elevada de la composición musical que es hoy para nosotros. Todo ello para expresar la idea de la anticipación de la forma artística, de su presencia germinativa en la mente de los grandes artistas antes de llegar a su realización. Quizás sea ésta la dimensión más profunda a la que nos lleva esta muestra ejemplar. En El joven Van Dyck está ya, anticipando el despliegue que haría de él uno de los más grandes pintores de la época clásica, una forma artística densa y personal, a la vez testimonio de su tiempo y signo imperecedero de la existencia humana. En sus dibujos y cuadros, las figuras adquieren una modulación especial, como si fuera una escenificación, como personas viviendo y actuando: entre sí, con los animales, con la naturaleza. En definitiva, están vivos. Vivos en la imagen.
 
PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/), nº 1072, 22 de diciembre de 2012, p. 30.


martes, 11 de diciembre de 2012

Exposición de Heimo Zobernig en Madrid

Inmateriales
Poética de lo efímero

Desde que en 1913 Marcel Duchamp abrió la senda de lo que dos años más tarde, ya en Nueva York, llamaría ready-made (ya hecho, disponible) los límites del objeto artístico, de lo que consideramos una obra de arte, se situaban en un margen de indeterminación sumamente abierto. Ya en aquel tiempo, Duchamp había tomado consciencia de que en la época de la expansión de la tecnología, en un mundo caracterizado por la producción en serie y sin límites de imágenes y objetos, el trabajo de los artistas, sus "obras", estaba experimentando un desplazamiento radical. Aunque Duchamp fuera durante casi toda su vida una figura a la vez respetada pero marginal, finalmente a partir de la década de los sesenta poco a poco esa toma de consciencia de la nueva situación del arte fue haciéndose cada vez más general.
Sitúo las líneas anteriores como contexto, o telón, de la incitante exposición del artista austriaco Heimo Zobernig (Mauthen, 1958), que el Museo Reina Sofía presenta en el Palacio de Velázquez hasta el 15 de abril de 2013. En lugar de "pinturas" o "esculturas" en el sentido tradicional, lo que el espectador encuentra es una intervención radical en los espacios expositivos. Todas las piezas que se presentan se denominan sin título. Un conjunto de grandes cuadros: juegos con letras difuminadas por capas monocromas de pintura, o con letras en gran formato que giran y se desplazan con colores diversos, se presentan sobre lonas o construcciones tubulares de tipo industrial. En un caso, la superficie pictórica adquiere un relieve refulgente al estar recubierta con polvo de cristal de Swarovski.

Fotografía Joaquín Cortés/Román Lores.

Otras piezas, juegan con el desplazamiento estético de la escultura: modulaciones constructivas que interrogan acerca de dónde comienza la escultura y dónde termina el pedestal. La gran jaula construida con acero, inicialmente destinada a servir para almacenar cuadros de gran formato, pero aquí vacía y por ello con un nuevo sentido ante nuestra mirada. O el cubículo geométrico, de yute y madera, un contenedor igualmente vacío que abre y desplaza nuestra interrogación acerca de dónde está la obra. O también, en un gesto de repliegue, la escultura tubular realizada con los cilindros de cartón, que uno encuentra al finalizar los rollos de papel higiénico de uso común, aquí enlazados y formando una masa de curvas y espirales abiertas.

Fotografía Joaquín Cortés/Román Lores.


De una intensidad extrema es el recubrimiento de los muros con espejos con un pulido especial, haciendo así que el espectador se integre en la obra y pueda ver en profundidad, en el reflejo y diseminación de la mirada, los ángulos más pequeños, la modulación de lo que hay arriba y de lo que hay debajo. O el suelo pintado con una pintura industrial, pieza concebida, a la vez, para ver y para pisar. En ese juego con la arquitectura, en esa oscilación entre ver y no ver, desempeña un papel central la cortina, el telón, al que aludía más arriba. Zobernig propone una gran instalación, construida con estructuras tubulares y cerrada con cortinas oscuras, dentro de la cual encontramos un conjunto de pinturas monocromas de gran formato. En otra sala, a la que se accede desplazando una gran cortina rojiza, una proyección de vídeo sobre una gran pared muestra una cortina oscilante de características similares a las de la que el público mueve para entrar o salir.

Fotografía Joaquín Cortés/Román Lores.

Subraya Heimo Zobernig que para él el proceso expositivo y sus contextos constituyen el núcleo de esta muestra. Y, ciertamente, en ello encontramos una de las claves centrales de su propuesta: nos hace ver la distancia cada vez más pequeña entre lo que podríamos llamar "obras" y los contenedores, los materiales, los soportes y los espacios arquitectónicos que las vehiculan. El abrir y cerrar de las cortinas supone la idea de escenificación, de puesta en escena: no hay exposición, ni obras, sin la decisión del público de correr la cortina y entrar. Pero, más allá de todo esto, lo que Zobernig lleva a cabo es una tarea de despojamiento, de desmontaje, que nos permite apreciar que vivimos en un mundo superpoblado de propuestas plásticas, habitualmente inadvertidas. Saber identificarlas, establecer límites, y no tanto crear, en el sentido tradicional del término, sería hoy la tarea del arte.

PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/), nº 1070, 8 de diciembre de 2012, p. 28.