Inmateriales
La selva del jardín musical
"En el principio era la
acción", escribió Goethe en Fausto,
corrigiendo el Prólogo del Evangelio de San Juan. Corrección que puede
entenderse como la primera y lúcida expresión del espíritu de la modernidad:
dinamismo y movimiento continuos, el mundo sometido a un proceso de cambio y
modificación incesantes. La primacía de la
acción, en definitiva. Entre los movimientos y tendencias del arte de
nuestro tiempo que mejor supieron comprender esa dimensión se encuentra Fluxus, cuyo nombre ya indica el
carácter abierto, procesual, fluido
en suma, de sus propuestas.
Wolf Vostell
El pasado 27 de octubre, en
el marco de forosur_cáceres_12, tuvo lugar en el Museo Vostell de
Malpartida, un acontecimiento fluxus excepcional. Se trataba de la primera
representación completa de El jardín de
las delicias, ópera multimedia de Wolf Vostell (1932-1998). Creada en 1982
para responder al encargo del "Festival Pro Musica Nova" de Bremen la
pieza se desarrolla, en palabras del propio Vostell, de manera "similar a una
autopista de 20 carriles (de naturaleza acústica), por cuyo flujo de tráfico circulan
simultáneamente 20 fenómenos acústico-visuales". Frente al carácter
narrativo-argumental y circunscrito a un escenario cerrado de la ópera
tradicional, Vostell
propone una escenificación abierta, procesual, y en la que la visualización y
el sonido actuarían como espejos.
Estructurada en cuatro actos:
Juana la Loca, Depresión Endógena, Los Vientos
(subtitulado Los Medios, en
referencia a los medios de comunicación) y El Rocío, El
jardín de las delicias
requiere la participación de cinco sopranos, un cantaor flamenco y un coro. Las
cinco sopranos llevan mochilas de sonido que amplifican sus voces y producen
otros efectos electrónicos, como los sonidos de tráfico en una autopista o
aullidos de lobos. Las voces se mezclan con los ruidos electrónicos, lo mismo
que los cantantes se mezclan con el público. La acción se desarrolló primero en
los jardines y después en distintas salas del Museo, donde todo culmina ante
una instalación realizada exclusivamente para la representación:
una larga mesa vestida con manteles blancos, sobre la que se han dispuesto
lechugas limpias, aceite y sal. Esa culminación: acción compartida entre
intérpretes y público, ceremonia de encuentro de la humanidad común, remite
como es obvio al trasfondo de los rituales religiosos de donde brota el arte.
Un aspecto que en la ópera se subraya aún más al utilizar como
"libreto", de forma fragmentaria, algunos pasajes de El cantar de los cantares, que se superponen a las expresiones
guturales, los lamentos, o los gritos. La humanidad, amante y sufriente, ante
nuestros ojos: retorno del arte a la vida.
La representación en
Malpartida, además de intensa y emocionante, fue de una gran calidad
artístico-vital. La dirección musical y los arreglos fueron de José Iges, quien
una vez más dio muestras de su buen hacer y de la relevancia de su concepción
multimedia que durante años inspiró su trabajo en Ars Sonora. La escenografía estuvo a cargo de Mercedes Guardado, la
esposa de Vostell, que en su calidad de compañera y testigo de la trayectoria
del artista, supo recordar al comienzo lo que esta representación tenía de
homenaje y situar los momentos de la puesta en escena en los ámbitos artísticos
y naturales del Museo más adecuados. Sopranos, cantaor y coro, excelentes. Y el
público que asistió y participó, no menos excelente.
Los que tuvimos la suerte de
estar allí vivimos esa experiencia de la
acción, a la que aludía al principio, muy distinta de la idea de
"contemplación" pasiva con la que tantas veces se confunde la
experiencia del arte, al menos en los tiempos modernos. El arte de nuestro
tiempo demanda la intervención activa de los públicos, su participación. Las
obras artísticas son hoy obras abiertas, flujos que buscan el encuentro de los
individuos que se apropian de sus sentidos, y conocen, disfrutan y se emocionan
con ellos. A eso conduce esta ópera que, de manera tan intensa, nos lleva a la
experiencia primordial de lo humano. Vostell escribió que con El jardín de las delicias quería
complementar el concepto de "pensamiento salvaje" (Claude
Lévi-Strauss), con el de "escucha salvaje". Abrir "una vivencia
sensorial libre", una fantasía desencadenada que debería "ir
transformándose en sueños musicales". Se abre así un ámbito de experiencia
primordial: "la selva del jardín musical para los ojos y los oídos".
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