Velázquez: pintura en el tiempo
La exposición Velázquez que acaba de presentarse en
París es una de esas grandes citas del arte internacional que, si es posible,
uno no debe perderse. Llama la atención que se trate de la primera exposición
monográfica dedicada a Velázquez en Francia, lo que expresa la dificultad en la
recepción de su obra en el país vecino, a pesar de que tras su visita al Museo
del Prado en septiembre de 1865 Édouard Manet lo calificara como “el pintor de
los pintores”, situándolo así como el pintor más elevado entre todos, y de que
esa fórmula se haya repetido después, en Francia, hasta la saciedad.
La Mulata (1617-1618).
Óleo sobre lienzo, 55,9 x 104,2 cm. The Art Institute of Chicago.
No cabe duda de que esa
dificultad tiene que ver con el escaso número de obras de Velázquez que se
conservan en Francia. Un aspecto que a la vez se relaciona también con el
escaso número de pinturas que, según los expertos, constituyen su catálogo, tan
sólo entre 110 y 120. De ellas, 49 se encuentran en el Museo del
Prado, que tiene una gran parte de sus obras maestras.
Por todo ello, hay que
subrayar especialmente el logro importantísimo de esta muestra, coproducida por
el Museo del Louvre y el Kunsthistorisches Museum de Viena, que reúne en total
119 obras, de las cuales 51 son de Velázquez. Un primer aspecto que llama la
atención es que en la exposición, y en todas las publicaciones e iniciativas
que la complementan, Velázquez ha conquistado en la escritura de su nombre el
desplazamiento del acento y la z, en lugar de la habitual grafía francesa: Vélasquez, que incluso los medios de
comunicación de allí siguen utilizando para hablar de la misma.
Retrato de Pablo de Valladolid (hacia 1630).
Óleo sobre lienzo, 209 x 125 cm. Museo del Prado, Madrid.
Articulada en cuatro
grandes secciones: “Los años de formación”, “Velázquez pintor del rey”,
“Retratista” y “Velázquez después de Velázquez”, subdivididas a su vez en 12
apartados, más un epílogo que cierra el recorrido, con dos autorretratos y el Caballo blanco (1634-1638), préstamo de
Patrimonio Nacional, la gran calidad de las obras reunidas y la coherencia de
su planteamiento hacen de esta exposición un nuevo gran paso en la lectura e
interpretación contemporáneas de Velázquez, equiparable en su importancia a lo
que supusieron las que le dedicaron el Metropolitan Museum de Nueva York y el
Museo del Prado en 1989/1990, y a la más reciente de la National Gallery de
Londres, en 2006.
Guillaume Kientz,
conservador en el Museo del Louvre y comisario de la muestra, indica en el
catálogo que el objetivo era hacer un balance del estado de la investigación
sobre Velázquez y de las nuevas atribuciones, pero a la vez proponiendo un panorama completo y coherente
de su evolución artística. El resultado es extraordinariamente positivo:
recorriendo las salas uno puede, en efecto, percibir en su conjunto la
trayectoria de un pintor excepcional que, desde sus años de formación en la Sevilla
donde nació, amplió después sus horizontes estableciéndose en Madrid y viajando
en dos ocasiones a Italia.
Retrato del Papa Inocencio X (1650).
Óleo sobre lienzo, 140 x 120 cm. Galería Doria Pamphilj, Roma.
Y no sólo encontramos a
Velázquez, sino que podemos ver también las obras: pinturas y esculturas, de
otros artistas de relieve que nos dan su contexto, e igualmente las de sus
continuadores, denominados “los velazqueños”. Con una atención particular a
Juan de Pareja, Juan Carreño de Miranda, y de modo especial a Juan Bautista
Martínez del Mazo (1612-1667), quien fuera su ayudante y su yerno desde 1633,
año en el que se casó con Francisca, la única hija del maestro. Con ello se
tiene, en un privilegiado escenario internacional, un buen panorama de la
importancia y calidad de la “escuela española” de pintura en ese siglo XVII que
marca un momento de esplendor de nuestra tradición artística.
Venus del espejo (1647-1651).
Óleo sobre lienzo, 122,5 x 177 cm. The National Gallery, Londres.
Es inevitable echar en
falta algunas obras maestras concretas de Velázquez: en ninguna exposición de
este tipo se puede reunir “todo”. Pero, insisto, la muestra permite entrar a
fondo, en profundidad, en su pintura. Y, desde luego, las grandes obras tampoco
faltan aquí. Entre ellas, mencionaré, por ejemplo, La fragua de Vulcano (hacia 1630), la Venus del espejo (1647-1651), el Retrato del Papa Inocencio X (1650), o el Retrato de Pablo de Valladolid (hacia 1635), quien era un bufón de
corte. Una pintura, esta última, que fascinó a Manet, que sobre ella escribió:
“El fondo desaparece. Lo que rodea al personaje, vestido de negro y lleno de
vida, es el aire.”
Velázquez deslumbra.
Intensamente. El modo como articula las figuras humanas, la representación de
los objetos, nos lleva siempre a una modulación en profundidad, hacia el
interior de las cosas y de los seres humanos. Con esa amplitud de la mirada que
imprime en todo lo que representa. Con esa articulación del espacio, de la
atmósfera de la representación, en la que gravita la experiencia de la vida. La
síntesis, en la pintura, del tiempo que pasa. Y que, sin embargo, en ella, en
la pintura de Velázquez, permanece.
*
Velázquez, comisario: Guillaume
Kientz;
Grand Palais, París, hasta el 13 de julio de 2015.
PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/), nº 1.181, 3 de abril de 2015, pp. 20-21.
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