El lado oscuro de la vida
En París, el Museo d’Orsay presenta
una sugestiva exposición que rastrea el reverso del racionalismo dominante en
la cultura europea desde los inicios de la modernidad. Con una amplia selección
de 200 obras que incluye pinturas, grabados, esculturas y cine, los comisarios
Felix Krämer y Côme Fabre han puesto en pie un incitante itinerario plástico
por lo que podríamos llamar el lado
oscuro de la vida. El título de la muestra: “El ángel de lo extraño”,
remite a un relato de 1850 de Edgar Allan Poe, traducido al francés por Charles
Baudelaire. Una referencia que se completa, en el subtítulo, con la noción de “romanticismo
negro”, acuñada por el gran erudito italiano Mario Praz (1896-1982), en su
libro seminal La muerte, la carne y el
diablo en la literatura romántica (1930).
Carlos Schwabe: La muerte y el sepulturero (1900).
Acuarela, gouache y mina de plomo, 75 x 56 cm. Musée d'Orsay, París.
La exposición, que antes de
en París ha podido verse en el Museo Städel, de Frankfurt, que la ha
co-producido con el d’Orsay, se articula en tres grandes apartados, que
corresponden a su vez a diversos periodos históricos: Los cuatro focos del
romanticismo negro (1770-1850), Mutaciones simbolistas (1860-1900) y
Redescubrimiento surrealista (1920-1940). Periodos que remiten,
respectivamente, a la gran convulsión que ocasiona en Europa la revolución
francesa de 1789, al despliegue de una sensualidad morbosa fin-de-siglo entre
el XIX y el XX y a la crítica de las limitaciones de la razón y de la moral
tradicional que los surrealistas realizan en la época de entreguerras, reivindicando
la fuerza de lo inconsciente, los sueños y la imaginación.
Un mundo de vampiros,
espectros, brujos, castillos encantados o ciudades muertas, que hoy día apenas
produce sorpresa en su presencia recurrente en el cine, el cómic y la
literatura de masas, que actúa incluso como referente en indumentarias y
actitudes juveniles bajo el término “gótico”, impregnó el arte y la literatura
europeos a la vez que los grandes pensadores de la Ilustración, de las Luces, afirmaban
su fe en la razón, la libertad y el progreso de la humanidad. La gran
diferencia entre ayer y hoy es que lo que entonces resultaba subversivo: el
rechazo a ocultar o silenciar el lado oscuro de la vida, ahora se convierte
habitualmente en decorado banal, en gesticulación cargada de retórica,
destinada a adormecer la capacidad crítica. Una cosa es desvelar las
limitaciones de “las luces”, y otra muy diferente buscar su anulación.
Johann Heinrich Füssli: La pesadilla (1781).
Óleo sobre lienzol, 101,6 x 126,7 cm. Detroit Institute of Arts.
Lo mejor de la muestra es,
sin duda, el apartado dedicado al romanticismo, donde destacan los papeles
centrales de John Milton y de Goethe, junto a la recuperación de las obras de
Shakespeare en la emergencia de una nueva sensibilidad. La humanización del
ángel caído, la confrontación entre la humanidad fáustica y Mefistófeles, o el
flujo de pasiones negativas, como el poder, la posesión o la destrucción, expresaban intensamente el
contraste entre el deseo humano de elevación y lo que se vivía en Europa:
guerras, violencia, miseria… Todo ello entró en el arte, cambiando así para
siempre un tipo de representación tradicional basado en la temática religiosa,
mitológica, heroica o paisajística, para dar paso a una voluntad de expresión
directa de las pasiones y experiencias de la vida, sin olvidar las más oscuras.
Goya y Johann Heinrich
Füssli, ambos con una importantísima presencia, se presentan con el relieve que
merecen, y junto a ellos los dibujos de Victor Hugo y pinturas de Caspar David
Friedrich, Carl Gustav Carus, Géricault y Delacroix, de una gran calidad,
además de otras interesantes obras que contribuyen de forma muy positiva a
completar el contexto. Sorprende, en cambio, la escasa presencia de William
Blake, representado únicamente con una acuarela de pequeñas dimensiones. Y todo
un acierto: mostrar la conexión entre las estampas y la pintura y el cine, que
puede apreciarse en un conjunto de proyecciones en las salas. Particularmente
interesante resulta poder ver cómo una de las figuras de un grabado de Los Caprichos, de Goya, fue el modelo
que se eligió para caracterizar a Boris Karloff como Frankenstein en la
película con ese título de James Whale (1931).
Francisco de Goya - Los Chinchillas. Plancha 50 de 'Los Caprichos' (1797-1799).
Boris Karloff como Frankestein, en la película del mismo título de James Whale (1931).
Sumamente destacables son
también las piezas que se despliegan en el arco del simbolismo: Gustave Moreau,
Auguste Rodin, Odilon Redon, Edvard Munch, Franz von Stuck, o el belga Léon
Spilliaert, entre otros, permiten apreciar, en líneas muy diversas, una
exacerbación de la representación, inclinada a hacer visible lo que
habitualmente no vemos, la dimensión interior de la experiencia. Decepcionante,
en cambio, la sección dedicada al surrealismo, que resulta incompleta, a pesar
de las abundantes obras de Max Ernst. Y que incluye, además, de forma
sorprendente, tres obras de Paul Klee, a quien sólo forzando en extremo las
cosas se puede caracterizar como surrealista. En cualquier caso, casi de forma
coherente con las cuestiones que aborda: luces
y sombras, una exposición de verdad
importante, de gran riqueza plástica y conceptual.
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