Inmateriales
Vida en las imágenes
La mirada que destella desde
el rostro que gira hacia la nuestra que mira el cuadro, esa mirada del entonces
adolescente Anton van Dyck, mirada a la vez inquisitiva y afirmativa, como si
proclamase: «¿Te das cuenta…? ¡Aquí estoy YO!»,
es la mejor síntesis de la exposición realmente extraordinaria que el Museo del
Prado dedica al joven Van Dyck. Entre 1615 y 1621, año en el que se va desde su
Amberes natal a Italia, Anton van Dyck (1599-1641) había pintado ya unos 160
cuadros. Centrada en ese periodo, la muestra reúne 52 pinturas y 40 dibujos, de
una calidad extraordinaria. Me parece importante llamar la atención sobre este
aspecto, que considero uno de los grandes aciertos de la exposición: presentar los
estudios y dibujos junto a las pinturas permite seguir el proceso de
elaboración de la obra, desde su idea e invención hasta el resultado final en
el cuadro. Se puede así apreciar, en una intensa "lección" práctica,
el papel asignado al dibujo, en italiano disegno:
a la vez, designio mental y plasmación formal, como núcleo de la obra en la
teoría clásica de la pintura.
Anton van Dyck: Autorretrato
(hacia 1615).
Óleo s. tabla, 43 x 32,5 cm. Gemäldegalerie der Akademie der bildenen Künste, Viena.
Los
comisarios: Alejandro Vergara y Friso Lammertse, han conseguido dar forma en
las salas del Museo a un auténtico viaje en el tiempo, pleno de aliento vital,
estructurado cronológicamente en cinco secciones. Temáticamente, las obras se
encuadran en tres grandes géneros: pintura religiosa, mitológica y retratos, y
en la circularidad de esos tres ejes estéticos, en el modo cómo los motivos
religiosos o mitológicos nos remiten a los hombres y mujeres de la activa
burguesía flamenca que aparecen en los retratos, comprendemos los anhelos y
deseos de aquel mundo a la vez tan próximo y lejano. Lejano en la medida en que
lo religioso y lo mitológico en esas representaciones tienen para nosotros,
hoy, un aroma de algo distante, para los más jóvenes quizás incluso
desconocido. Pero la proximidad brota de lo que podríamos llamar "la
encarnación humana": las figuras de Cristo o los santos, o las de los
personajes mitológicos, elaboradas a partir de modelos reales, son tan
semejantes a nosotros como las de las personas concretas de los retratos.
Anton van Dyck: Cornelis van der Geest (hacia 1620).
Óleo s. tabla, 37,5 x 32,5 cm. The National Gallery, Londres.
La
relación del joven Van Dyck con su maestro Rubens, en cuyo taller trabajó, como
uno de sus ayudantes más destacados, durante los años de los que se ocupa la
muestra es otro aspecto de gran interés. En ese juego de espejos, en ese
contraste "maestro/discípulo", podemos apreciar no sólo la precocidad
asombrosa de Van Dyck, sino también la cuestión decisiva de cómo ya en ese
momento, en la primera mitad del siglo XVII, los pintores habían alcanzado un
altísimo grado de prestigio y reconocimiento social. La pintura fijaba en el
tiempo, a través de la imagen, tanto los anhelos y creencias de aquellas
comunidades humanas, como su voluntad individual de ser identificados,
diferenciados, y de permanecer en el recuerdo. Recorriendo los dibujos y
pinturas, mi imaginación trazaba una
especie de arco ideal que va desde el Autorretrato
ya mencionado hasta el retrato, también de pequeño formato, del comerciante de
especias Cornelis van der Geest
(hacia 1619-1620), en cuyos ojos palpita húmedo el líquido coloidal conocido
como "humor vítreo", toda una proeza pictórica.
Anton van Dyck: Sansón y Dalila (hacia 1618-1620).
Óleo s. lienzo, 152.3 x 232 cm. Dulwich Picture Gallery, Londres.
Ernst
Bloch, el gran filósofo de la utopía, se preguntaba cuál sería el carácter de
Ludwig van Beethoven antes de ser "Beethoven", esto es, antes de
llegar a ser esa cima tan elevada de la composición musical que es hoy para
nosotros. Todo ello para expresar la idea de la anticipación de la forma artística, de su presencia germinativa en
la mente de los grandes artistas antes de llegar a su realización. Quizás sea
ésta la dimensión más profunda a la que nos lleva esta muestra ejemplar. En El joven Van Dyck está ya, anticipando
el despliegue que haría de él uno de los más grandes pintores de la época
clásica, una forma artística densa y personal, a la vez testimonio de su tiempo
y signo imperecedero de la existencia humana. En sus dibujos y cuadros, las
figuras adquieren una modulación especial, como si fuera una escenificación,
como personas viviendo y actuando: entre sí, con los animales, con la
naturaleza. En definitiva, están vivos. Vivos en la imagen.