Inmateriales
El espejo de la pintura
José Jiménez
Emocionante la bellísima exposición que el Museo del Prado dedica al joven Ribera. Es un magnífico ejemplo de cómo el trabajo de investigación de los museos permite no sólo conservar y dar valor al patrimonio, sino incluso llevar nuestro conocimiento artístico e histórico a zonas antes inexploradas. Una importantísima etapa de la trayectoria de Ribera se desvela ahora casi por vez primera, gracias al excelente trabajo de los comisarios: José Milicua y Javier Portús, que han podido reunir, con una mirada nueva, un conjunto de soberbias pinturas. La muestra se completa con un excepcional catálogo, en el que se recogen, además de las aportaciones de los comisarios, otras de destacados especialistas, como Gabriele Finaldi, Gianni Papi, Nicola Spinosa y Antonio Vannugli. No creo exagerado decir que se trata de una de esas exposiciones que "hacen época".
José Ribera: La vista (ca. 1615-1616).
Óleo s. lienzo, 114 x 89 cm.
Museo Franz Mayer, Ciudad de México.
A partir de ahora, una cierta visión de la obra de Ribera, cargada de tópicos, no podrá seguir manteniéndose. Nacido en Xátiva, Valencia, en 1591, José, o con su nombre italianizado Jusepe, Ribera desarrolló prácticamente toda su carrera profesional en Italia, en aquella época centro del mundo artístico, muriendo en Nápoles en 1652. Se sabía que en 1611 estaba en Parma y que había pasado por Roma, aunque no se conocía demasiado sobre su estancia en esa ciudad, desde donde marcharía en 1616 a Nápoles para establecerse allí definitivamente hasta su muerte. Ribera es un caso más de artista español "transterrado", un gran pintor cuya obra y fortuna se forjan más allá de su tierra de origen. Siempre ha sido considerado uno de los pintores más relevantes del Barroco, aunque las temáticas que aborda y algunos rasgos de su estilo llevaran a colgarle el calificativo de "tremendista". El gran tratadista Antonio Palomino decía de él, en 1724, que "no se deleitaba tanto en pintar cosas dulces y devotas, como en expresar cosas horrendas y ásperas".
Es verdad que, ya en Nápoles, son numerosas las obras de Ribera, tanto de temática religiosa como mitológica, en las que podemos ver una representación sin fisuras del dolor, del sufrimiento humano. Abundan las escenas de martirios de santos, las imágenes de Cristo muerto, e incluso los motivos mitológicos de personajes que sufren los más atroces suplicios. De los condenados: Ticio, Ixión, Tántalo y Sísifo, a Marsias, quien fue desollado vivo por Apolo. Un cuadro de encargo: La mujer barbuda (1631), que se conserva hoy en Toledo, sería otro ejemplo de una cierta truculencia, de un gusto algo extravagante, con el que en no pocas ocasiones se ha rebajado la importancia de su obra. Pienso que todo ello es una distorsión que, en muy buena medida por las oscilaciones históricas del gusto, no permite comprender plenamente el sentido y alcance de una representación del cuerpo de los seres humanos y de los dioses-hombres como receptáculo del dolor en la vía espiritual de la elevación. Aparte de que deja de lado todo un amplio conjunto de obras de una calidad excepcional y con otro registro: los retratos alegóricos, las representaciones de filósofos, las imágenes femeninas de la Inmaculada, María Magdalena, Santa María Egipciaca o la vieja usurera y, sobre todo en mi opinión, esas dos grandes cimas pictóricas: Venus y Adonis (1637) y El sueño de Jacob (1639), en las que la pintura se hace transparente.
José Ribera: El sueño de Jacob (1639).
Óleo s. lienzo, 179 x 233 cm.
Museo del Prado, Madrid.
Lo importante de la exposición del Prado, con un grupo de cuadros sensacionales atribuidos en los últimos años a Ribera, entre los que destaca La resurrección de Lázaro, adquirido por nuestro Museo en 2001, es que permite reorientar nuestra mirada corrigiendo esa distorsión a la que antes me refería. En la estela de Caravaggio, Ribera era ya en Roma un artista de extraordinaria madurez que abría nuevas vías a la pintura. El dominio de la luz, la plenitud e intensidad de su amplia gama cromática y, sobre todo, la forma en que trae a la tierra, en que dota de plena humanidad, a todas las figuras de sus cuadros, permiten apreciar en él una sensibilidad singularmente moderna. Miren directamente al rostro, a los ojos de sus personajes: son espejos, en ellos nos reflejamos, ya sea en su dolor o en su plenitud.
PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/), nº 994, 21 de abril de 2011, p. 28.