miércoles, 24 de noviembre de 2010

Cosas quietas (sobre el fotógrafo Paco Gómez)

Inmateriales
Cosas quietas
José Jiménez


Tranvía en el Paseo de Extremadura (1959). Gelatina de plata, copia posterior. Co. Paco Gómez / Foto Colectania.

Aunque no siempre se haya cumplido, el proceso de democratización de la imagen que Walter Benjamin advertía en las nuevas posibilidades de su reproducción tecnológica, ligadas a la invención de la fotografía, resulta innegable en algunos casos. La Fundación Foto Colectania, que realiza una tarea ejemplar en la conservación y difusión de archivos y colecciones fotográficas, presenta hasta el próximo 29 de enero en su sede de Barcelona una hermosa y sugestiva muestra de Paco Gómez (1918-1998), quien a pesar de no ser muy conocido por el gran público ocupa un lugar destacado en la historia de la fotografía en España.
Gómez, cuya profesión a lo largo de toda su vida fue la gerencia del negocio familiar: una sastrería en Madrid, se consideró siempre a sí mismo un fotógrafo "amateur". Sin embargo, ya en 1956 se hizo socio de la Sociedad Fotográfica de Madrid, e inmediatamente conoció a otro de nuestros grandes fotógrafos: Gabriel Cualladó, que se convertiría en su gran amigo y compañero de experiencias fotográficas. En 1957, entraría a formar parte del grupo Afal, participando en todas sus actividades y en diversas muestras en el extranjero. Fue además, entre 1959 y 1974, fotógrafo oficial de la revista Arquitectura, del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid. A pesar de ello, durante su vida sólo se presentaron tres exposiciones personales de su trabajo: en Barcelona en 1984, en Tarragona en 1987, y de nuevo en Barcelona en 1995, aunque esta última, organizada por la Fundación La Caixa, se presentó después también en distintas ciudades de España.
Parece claro, pues, que más que un amateur Paco Gómez mantuvo un firme compromiso con la fotografía a lo largo de toda su vida, independientemente de que a la vez dedicara su atención al negocio familiar. Tras su fallecimiento en Madrid el 23 de abril de 1998, sus herederos decidieron en noviembre de 2001 donar su archivo fotográfico, formado por 25.000 negativos y más de 1.000 fotografías a la Fundación Foto Colectania. De esos fondos se han seleccionado las 73 fotografías que se presentan en la exposición, la mayor parte en copias de época, y datadas entre 1957 y 1988. Casi todas ellas son de una calidad excepcional: imágenes de espacios abiertos, interiores, retratos, pequeños grupos humanos, objetos y muros, en las que se plasma con una gran intensidad el registro en el tiempo, en la memoria, de la fugacidad de seres y cosas.
Decía antes que la evolución de la fotografía no siempre ha llevado a la democratización de la imagen, pues este soporte crucial de la representación, ha sucumbido en su dimensión masiva de forma casi general a la banalización y el espectáculo, al glamour y la excitación del consumo. No es el caso de la obra de Paco Gómez, un auténtico maestro del encuadre, capaz de construir sus imágenes sobre aspectos específicamente concretos: rostros, huellas e inscripciones en los muros, detalles de edificios, fragmentos de naturaleza, u objetos que en su soledad y aislamiento evocan la presencia/ausencia de los seres humanos, aspectos que sitúa en un intenso marco de abstracción que los aísla de su devenir temporal. Ver sus imágenes es realizar un recorrido en el curso del tiempo, deambular por los flujos de una memoria de lo más íntimo y a la vez ya inevitablemente extraño, por su anclaje en un tiempo irremediablemente pasado.    
Creo que esa relación entre fotografía y tiempo constituye el nervio de su trabajo. En un poema publicado en la invitación de una muestra de 1983, y recogido ahora en el catálogo de la exposición que comento, el propio Gómez habla de cómo el hombre y la naturaleza están creando cosas sin cesar, como "la lluvia", "el salpicón de barro contra la cal de un muro", o "un cristal roto". Todas ellas, escribe Paco Gómez, "son cosas quietas, / silenciosamente prendidas en el aire". Cosas que él rescata y mantiene vivas en sus fotografías: imágenes esenciales en el tiempo.

PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/), nº 972, 20 de noviembre de 2010, p. 30.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Responder a las imágenes (muestra de Alfredo Jaar en Madrid)

Coincidiendo con sus 20 años de actividad, la Galería Oliva Arauna presenta hasta el próximo 13 de enero una magnífica exposición del artista chileno Alfredo Jaar. Se trata de dos propuestas: Three Women [Tres Mujeres] (2010) y The Sound of Silence [El Sonido del Silencio] (1995, realizada en 2010). La primera consiste en tres pequeñas fotografías de tres destacadas mujeres activistas: Aung San Suu Kyi (de nuevo en el foco de las noticias últimamente), Graça Machel y Ela Bhatt, rodeadas de un conjunto de focos que habitualmente no están dirigidos a ellas. El sentido de la obra brota de ese contraste entre la pequeñez de la fotografía y los focos que, en principio, sentimos como fuera de lugar. La segunda, es un soberbio trabajo narrativo con la terrible historia de Kevin Carter, el conocido fotógrafo sudafricano que fue premiado y alcanzó la celebridad por su fotografía de una pequeña niña hambrienta acechada por un buitre, y que acabó suicidándose.  
En ambas propuestas, lo importante es la forma. No sólo se suscita una vez más lo que es una constante del trabajo de Alfredo Jaar: la poca atención que habitualmente prestamos a las imágenes de los medios de comunicación de masas, con toda su carga de implícitos sensacionalistas y de encubrimiento, sino que además se propicia un cara a cara personal con las imágenes, motivando la reflexión de quien mira. Somos todos los que nos conformamos con reducidas, pequeñas o distorsionadas imágenes de mujeres admirables que intervienen decisivamente en sus comunidades, que es preciso iluminar con los focos que habitualmente se reservan para el glamour y el consumo. Y a pesar de la zozobra que sentimos ante la historia de Kevin Carter y el impacto de esa única imagen que destella de golpe como un relámpago ante nuestros ojos, somos todos también quienes miramos esa imagen y tantas otras sin apenas pensar qué conllevan, qué significan. En alguna medida todos somos, al menos en parte, Kevin Carter mirando sin intervenir. 

domingo, 14 de noviembre de 2010

La música, expresión del misterio (La imaginación sonora, de Eugenio Trías)

[Eugenio Trías: La imaginación sonora. Argumentos musicales; Galaxia Gutenberg – Círculo de Lectores, Barcelona, 2010. 677 pgs]
 
José Jiménez

Prosigue Eugenio Trías el admirable despliegue de su obra filosófica. Tras la publicación en 2007 de El canto de las sirenas, vuelve a centrar su atención en la música, en lo que de momento constituye un díptico sobre el arte sonoro, aun dejando abierta la posibilidad de un tercer episodio, que todos sus lectores esperamos ya desde ahora mismo que se convierta en realidad. En cualquier caso, la atención a la música es una constante de toda la trayectoria filosófica de Trías, algo que no es demasiado habitual entre nuestros pensadores, quizás con la notable excepción de la hermosa e intensa Filosofía de la música (1990), de Juan David García Bacca.
En la página final de El canto de las sirenas se planteaba la posibilidad de sustituir la frase inicial del Evangelio según San Juan: “En el comienzo era la palabra”, no ya por la propuesta de Goethe en el Fausto: “En el comienzo era la acción”, sino por la expresión: “En el comienzo era el sonido”. Y allí podíamos leer también: “la música alumbra un orden de sentido y lógos anterior, o a priori, en relación al que se concreta en formas lógico-lingüísticas, incluso respecto al que se materializa en iconos o en imágenes”.
Con una intensa voluntad de estilo, habitual en Trías, con una escritura llena de cadencias, ecos y reverberaciones, La imaginación sonora explicita esa dimensión inicial de la música en lo que sería la pre-existencia del “homúnculo”, del ser humano en el ámbito matricial antes del nacimiento. En ese ámbito prenatal, se iría gestando el oído musical en sus más arcaicos orígenes, que habituado a la transmisión del sonido por vía acuática, ha de adaptarse a partir del nacimiento a un medio enteramente diferente, el aéreo, en el que a partir de entonces se produce la audición, la escucha y la transmisión del sonido.
La imaginación sonora despliega una teoría de la música que tiene como soporte, dando continuidad al pensamiento de Trías, una ontología del límite. En ese marco filosófico, que subraya el carácter fronterizo del ser humano, el origen: antes de la vida, y el final: la muerte, se unen en el símbolo sonoro de la música, que se proyectaría incluso más allá de la muerte, en lo que se formula como la metáfora del Gran Viaje, en el pensamiento o creencia razonable de la muerte como tránsito hacia otra dimensión.
Este denso planteamiento ontológico no se formula de forma meramente especulativa, sino a través del contraste que proporciona un prolijo recorrido por una serie de episodios electivos de la historia de la música occidental. Desde este punto de vista, como aclara el propio Trías, mientras que El canto de las sirenas se desplegaba en el marco de una “escenografía griega” (Orfeo, pitagorismo, Platón, Xenakis), La imaginación sonora se nutre preferentemente de una “escenografía judeo-cristiana”. El recorrido histórico-electivo tiene su inicio en ese acontecimiento “fundador de historia y de memoria” que es el nacimiento a partir de los siglos IX y X de la escritura musical, con su posterior perfeccionamiento y el surgimiento de la polifonía contrapuntística.
A partir de ese inicio, Trías elige para su análisis pormenorizado determinados aspectos de las obras de Josquin des Prés, Orlando di Lasso, Palestrina, Bach, Haydn, Mozart, Beethoven, Liszt, Wagner, Bruckner, Verdi, Mahler, Schönberg, Lygeti, y Scelsi, en cuya obra termina encontrando a la imaginación sonora como “responsable de la formación de imágenes y de iconos al compás del discurrir del más matérico, matricial y material de las formas sonoras”. Más que de historia, hay que hablar aquí de genealogía: de la persecución de un hilo de sentido que permite definir la música como una mutación formal en el continuo sonoro, y caracterizar el arte musical como aquel que consigue dar determinación y límite a lo indeterminado o indefinido en ese medio material del sonido.
La imaginación sonora permitiría, en último término, establecer el nexo entre sensibilidad (y emoción) con el intelecto, y en esa dimensión de nexo, de gozne o bisagra, se situaría “todo el misterio de la música y de su valor como arte”. Explícitamente se abre entonces, a través de la música, la posibilidad de percibir, o diciéndolo con más propiedad de escuchar, lo que Eugenio Trías denomina “el Mysterium Magnum”. Una categoría ontológica abierta a la transcendencia, y que se concreta, por medio de una caracterización del símbolo sonoro, en una importante nota a pie de página (578): “Lo simbolizado en ese símbolo sonoro, todo él impregnado de materia fónica, es siempre algo relativo al misterio que nos rodea (de nosotros mismos, del mundo, de Dios; o del nacer y del morir; o de la transformación y el éxtasis; o de la vida y la muerte).”
El impacto y la primacía de la música radicaría entonces en su fuerza de expresión y evocación del misterio, que resonaría en las tres “etapas” de la vida de ese ser fronterizo, o del límite, que es el hombre: la fase prenatal, la aventura o “novela” de la vida que se desarrolla tras el nacimiento, y la muerte concebida como tránsito. Frente a otras filosofías, con las que dialoga y a las que somete a crítica, la ontología de la música de Trías quedaría así definida como una ontología de la escucha de todo aquello que reverbera en el símbolo sonoro.  

PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/), nº 971, 13 de noviembre de 2010, pp. 12-13.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Los ojos de Eros (Picasso ante Degas)


Inmateriales
Los ojos de Eros
José Jiménez

La hermosa exposición Picasso ante Degas, que puede verse en el Museo Picasso de Barcelona hasta el próximo 16 de enero, es todo un acontecimiento. Coproducida por el Clark Institute de Massachusetts, donde ha podido verse antes, y nuestro Museo, donde tendrá su única presentación en Europa, la muestra aborda por vez primera la intensa relación que Picasso estableció, prácticamente a lo largo de toda su trayectoria, con la obra de Degas. A través de 108 piezas y 17 documentos, la exposición examina a Degas a través de los ojos de Picasso. Y la verdad es que ese: los ojos, es el núcleo de la cuestión. El hilo secreto que une a Picasso y Degas es su forma ensimismada de mirar, de forma particular y central de mirar a las mujeres. Sus ojos, los de uno y otro, son los ojos de Eros.
Edgar Degas (1834-1917) ha sufrido un cierto purgatorio crítico del que sólo en los últimos años empieza a salir, quizás por su voluntad de situarse al margen del Impresionismo y también al ser identificado con una temática un tanto cursi como pintor y escultor de bailarinas. Esto último denota una gran incomprensión del alcance revolucionario de su trabajo, como ya hicieron notar figuras contemporáneas suyas como Paul Valéry o Joris-Karl Huysmans. Su amigo, el novelista y crítico de arte Edmond Duranty lo describió como alguien dotado "de una rara inteligencia", ocupado con ideas, lo que le hacía resultar extraño ante no pocos de sus colegas. El propio Degas decía de sí mismo: "Mi arte no tiene nada de espontáneo; es todo reflexión". Interesado en la fotografía y en la cronofotografía, Degas concebía el arte como una "convención", y de ahí su interés en el proceso de construcción de la representación visual, la perspectiva y el movimiento. Su voluntad de ir más allá del Impresionismo tiene que ver con su voluntad de superar una plasmación meramente física ("retiniana", diría después Marcel Duchamp) de la pintura y la escultura.
Es relativamente conocida, la introducción de Degas como un personaje en escenas de burdel en la obra gráfica tardía de Picasso, representado casi siempre como una figura pasiva, entre el viejo verde y el mirón. Pero lo que la exposición reconstruye ejemplarmente es la confrontación continua de Picasso, a lo largo de toda su trayectoria, con Degas. De su descubrimiento, al poco de llegar a París, que lo lleva a emular las escenas de music hall y de café, a su interés paralelo por la representación del mundo íntimo de las mujeres, la danza, el desnudo femenino o las escenas de burdel. Este ejemplar rastreo de paralelismos alcanza una impresionante intensidad artística en las esculturas y cuadros de mujeres peinándose.
Edgar Degas El Peinado c. 1896 Óleo sobre lienzo 114,3 x 146,7 cm The National Gallery, Londres. Adquisición 1937 © The National Gallery, London.



 Pablo Picasso Desnudo peinándose 7 de octubre de 1952 Óleo sobre contraplacado 150,5 x 119,4 cm Colección particular © Sucesión Pablo Picasso, VEGAP, Madrid 2010.

A pesar de que sus biografías nos llevan a personalidades muy diferentes: Degas fue un solitario que no llegó a casarse ni a mantener relación estable alguna con una mujer, mientras que Picasso hizo de sí mismo una especie de héroe amatorio, a ambos los unía una inteligencia visual profunda que volcaron en sus obras respectivas, más contenida la de Degas, muchísimo más abierta y expansiva la de Picasso. Y, sobre todo, ese hilo secreto que implicaba el deseo de poseer a la mujer atrapándola visualmente en la desnudez de su intimidad, cuando queda completamente inerme ante la mirada apropiadora del macho. No es extraño, por todo ello, que en cierto modo Picasso considerara a Degas como su semejante, y a esa luz hay que interpretar el hecho de que en sus últimos años comprara nueve de los monotipos de burdeles que Degas había creado a finales de 1870, reconvirtiendo algunos de ellos en grabados propios. En realidad, en las escenas de burdel Degas es una contraimagen, o variación en sentido musical, del propio Picasso. Uno y otro fascinados, y a la vez con no poco temor, ante la fuerza y el dinamismo de la mujer que tienen ante sus ojos.


     PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/), nº 970, 6 de noviembre de 2010, p. 32.